El primer texto latino que leí en la Universidad de Sevilla fue el Pro Archia de Cicerón, en una edición a cargo de Don Antonio Fontán: de humanista a humanista. No era esta la primera vez que oía hablar de Don Antonio. Con 16 años, decidido ya a estudiar Filología Clásica, había descubierto en una librería sevillana su Humanismo romano. El autor había sido ya presidente del Senado y ministro. ¿Un humanista dedicado a la política? ¿Acaso no había hecho lo mismo Cicerón…?
Don Antonio y yo habíamos comenzado los mismos estudios en la misma ciudad, Roma andaluza, en cuyo casco antiguo habíamos nacido. Al año siguiente de iniciar mis estudios universitarios, 1986, tuve la suerte de conocerle personalmente. Un grupo de imberbes filólogos de provincias le habíamos pedido dialogar con él en su estudio de Doctor Fleming. Yo llevaba mi Humanismo romano, donde estampó su firma. ¿Qué podíamos aportarle unos jóvenes inexpertos a un maestro de prestigio nacional de 63 años? No nos miró con displicencia, sino con afecto. No estaba allí para poner en evidencia nuestra ignorancia, sino para compartir su scientia. En la conversación telefónica previa, Don Antonio me había sugerido que podía hablar también de las raíces cristianas de Europa, como un humanista del Renacimiento que aspiraba a acudir a las fuentes…
Concluí la carrera en Granada, ciudad a la que Don Antonio había arribado como catedrático de Filología Latina unos decenios antes… Allí también trabajé como periodista: la otra profesión del maestro. ¿No son muchas de las cartas de Cicerón crónicas periodísticas…? Al acabar mi licenciatura le pedí que me dirigiera la tesis. Con elegancia, me sugirió que fuese mi director –como así fue- alguno de los profesores de Granada. No quería, de alguna manera, sustituir a quienes, cercanos a mí, y en mi misma alma mater, podían dirigir mi trabajo.
Pero a él mandé el primer ejemplar de la tesis, convertida ya en libro. Al fin y al cabo, versaba sobre un tema de humanismo renacentista, y él había sido mi primer maestro a través de sus libros y ediciones. Como en los diálogos clásicos y renacentistas Don Antonio me había puesto en contacto con otros filólogos: “Envíales tu libro de mi parte”. Evidentemente, el “de mi parte” era un gran favor. Un favor inestimable. Un valor añadido que, de inmediato, sus amigos y discípulos entendieron. Fruto de ello fue, entre otras cosas, la reseña que Luis Alberto de Cuenca publicó en el Abc Cultural. Don Antonio, que, armas y bagaje, se entregaba a su interlocutor, me dijo: “También puedes publicar un artículo en Nueva Revista”.
Si quid est in me ingenii… comienza el Pro Archia. Algo que podría decir también Don Antonio, y no como mera captatio benevolentiae… Pocos meses antes de su muerte volví a coincidir con él. Estaba allí, en una biblioteca abierta a un jardín -¿qué más se puede pedir?-, concentrado sobre un libro. Pero, Don Antonio, le dije. ¿No descansa? “No sé hacer otra cosa”, me respondió. Tenía 86 años y trabajaba en un libro sobre Cicerón y en otro sobre Séneca. “¿Me ayudas a editarlo?”, me propuso. No salía de mi asombro.
Como Petrarca, Don Antonio moría sobre sus pergaminos…
Antonio Barnés Vázquez
domingo, 14 de febrero de 2010
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