Non scholae, sed vitae discimus




Gracias. Usted ha sido un maestro y un amigo. Nos ha enseñado ciencia, buen hacer, respeto a las personas, amor a la libertad. Pero sobre todo, se nos ha dado usted mismo, su inteligencia, su afecto.
A don Antonio, que
"aunque la vida perdió
dejónos harto consuelo
su memoria"

             

miércoles, 16 de febrero de 2011

Memoria de José Luis Moralejo

Desembarcaron en Galilea
Lıburna 3 [Noviembre 2010]
Antonio FONTÁN PÉREZ
(1923–2010)
En la madrugada del pasado 14 de enero murió en Madrid el Prof. don Antonio Fontán Pérez, Catedrático Emérito de Filología Latina de la Universidad Complutense y desde el año 2008 primer Marqués de Guadalcanal. Su corazón, gastado por el tiempo y los trabajos, no logró sobreponerse a una crisis sobrevenida un mes y medio antes. Hasta entonces el Prof. Fontán había conservado una aceptable capacidad física; luego, y hasta sus últimos momentos se mantuvo en plena lucidez, hasta el punto de que, consciente de que estaba en su agonía, la ofreció expresamente a Dios por su familia, por el Opus Dei, al que había dedicado su vida, por sus amigos y —esto lo añadió esforzando un tanto la voz— “por España”.
La muerte de don Antonio Fontán ha suscitado en los medios de comunicación, tal como era de esperar, una ola de notas necrológicas que han recordado cumplidamente sus méritos como universitario, como periodista y publicista (según a él mismo le gustaba decir), y como protagonista de primera fila de la Transición política, que devolvió a España la libertad (aunque ahora esté de moda decir que aquella fue una operación fallida y de escaso recorrido). Por mi parte, voy a evocar aquí a don Antonio ateniéndome sobre todo a recuerdos y consideraciones de orden más personal, que he ido guardando y fraguando a lo largo más de cincuenta años —longum humani æui spatium— de amistad personal con él.
Fontán pertenecía a la generación que, sin haber hecho la Guerra, accedió a la Universidad española justo cuando esta reabría sus aulas tras la contienda; una generación que se merece una cierta reivindicación en estos días en los que revanchismo y adanismo van de la mano, ignorando aquello que decía Tácito (Agr. 42) de que “también bajo malos príncipes puede haber grandes hombres”. Los universitarios de la generación de Fontán procedían de muy diversos sectores sociales e ideológicos de aquella España desgarrada y empobrecida; pero la mayoría de ellos afrontaba con un especial sentido de responsabilidad la tarea que les esperaba. No les faltaban razones para sentirse un tanto desvalidos ante la mengua de recursos humanos y materiales que también en la Universidad había dejado tras de sí el plus quam ciuile bellum; pero no puede negarse que aquellos universitarios dieron de sí, y a no mucho tardar, harto más fruto del que
cabía esperar en aquellas condiciones. En el gremio clásico fue la generación de Lisardo Rubio (algo mayor en años), Francisco R. Adrados, Martín Ruipérez, Virgilio Bejarano, Sebastián Mariner, Antonio Ruiz de Elvira, Manuel C. Díaz y Díaz, Antonio Blanco Freijeiro y, un poco descolgados en el tiempo, Agustín García Calvo, Luis Gil y José Sánchez Lasso de la Vega; en la de gremios fronteros, por citar sólo algunos ejemplos singulares, la de Emilio Alarcos, Manuel Alvar, Fernando Lázaro Carreter y muchos otros que también llegarían a ser maestros universitarios de primer orden.
Antonio Fontán fue un estudioso precoz. Tras licenciarse y doctorarse en la entonces Universidad de Madrid a la sombra casi paternal de su paisano el Prof. José Vallejo, pronto conoció el éxito académico: era, y con diferencia, el más joven de los cuatro catedráticos universitarios de Latín investidos en las oposiciones del año 1949 (los otros fueron los Profs. L. Rubio, J. Álvarez Delgado y R. Fernández Pousa). Tras unos años en su
cátedra de Granada, Fontán se vio llamado a colaborar en una nueva e importante empresa universitaria: la organización del entonces Estudio General de Navarra, luego Universidad de Navarra, donde puso en marcha su Facultad de Filosofía y Letras (Sección de Historia), con la ayuda de un grupo de jóvenes profesores que a no mucho tardar alcanzarían el honor de la cátedra; entre ellos, los historiadores Vicente Cacho Viu, Luis Miguel Enciso, Ángel Martín Duque, Santos García Larragueta y José Luis Comellas; el historiador del arte J. Rogelio Buendía, el filósofo Leonardo Polo y el filólogo Fernando González Ollé. En Pamplona fundó también el Instituto de Periodismo (luego Facultad), que vino a introducir un nuevo estilo frente al monopolio de la rancia Escuela Oficial. En fin, ya en los años sesenta, los del diario Madrid, Fontán se vino, como hemos hecho tantos otros, a la capital de España, donde sus buenos amigos M. Fernández Galiano y Miquel Dolç le hicieron un hueco en la Universidad Autónoma y en la Junta de patronos de la Fundación Pastor de Estudios Clásicos; hasta que, al fin, obtuvo su cátedra de la Complutense. Sin embargo, en el curso 1988–89, esa etapa final de su carrera docente, al igual que la de tantos excelentes maestros de su generación, se vio bruscamente guillotinada por la prematura jubilación que dictó el ministro Moscoso, de infausto recuerdo, con la aquiescencia de su colega Maravall, que así veía más despejado el camino para sus arbitrismos universitarios.
Don Antonio también entró pronto en la política, supongo que cuando todavía enseñaba en Granada, y por la vía que —también según supongo— le venía marcada por su tradición familiar: la que veía en la restauración de la Monarquía la única manera de “continuar la historia de España”, según había dicho Cánovas. Y así, de la mano de Rafael Calvo Serer, que por entonces —todo hay que decirlo— todavía era el optimista de la España sin problema, accedió al entorno y luego al Consejo Privado del Conde de Barcelona, en unos tiempos en que las visitas a Villa Giralda no eran tan frecuentes como serían cuando ya se venía venir el ocaso del interminable régimen; si bien éstas se reducirían al mínimo una vez que el invicto se saltó a la torera un grado de la legitimidad dinástica para castigar al heredero de Alfonso XIII por refractario a los valores del Movimiento Nacional.
Llegado el momento crítico en que se cumplieron las famosas previsiones sucesorias (delicioso eufemismo con el que sus devotos evitaban decir por las buenas que, como todo el mundo, también el Generalísimo se moriría algún día, cosa también digna del incisivo cálamo de Tácito), don Antonio Fontán se mantuvo fiel a don Juan, mientras los nuevos monárquicos, de uno y otro lado, se daban de codazos para acudir a dar la cabezada por donde el sol más calentaba. Pero el Conde de Barcelona, con no poco sentido común, pidió a los que se habían quedado con él para apagar la luz (y, naturalmente, para pagar la factura), que apoyaran a la renacida cuanto aún insegura Monarquía; y aunque nunca me atreví a preguntarle a don Antonio sobre el asunto, he leído en otras fuentes que en ese momento fue portador de un importante mensaje a tal respecto.
El Prof. Fontán cultivó con especial devoción los estudios filológicos sobre Cicerón y Séneca, dos intelectuales antiguos, sin duda los más distinguidos de sus respectivos tiempos; pero ni el uno ni el otro habían sido simplemente intelectuales en el sentido clásico del término, el de hombres de estudio que pretenden influir en la res publica. No, uno y otro fueron también hombres públicos que alcanzaron altas responsabilidades políticas; y, por cierto, uno y otro acabaron mal, como mal había acabado la aventura siciliana de Platón. Por fortuna, don Antonio Fontán llegó a buen puerto en sus empresas como hombre público; y, desde luego, será siempre reconocida su intervención en el delicado proceso de la Transición, primero como Presidente del Senado, cuando en él se releía la propia Constitución, y luego como Ministro de Administración Territorial, a la hora de articular la España de las Autonomías, en la que él hizo lo mejor de lo que le dejaron hacer (no se olvide que en la Ponencia constitucional la izquierda había puesto sobre la mesa el órdago de o autonomías o república).
La tarea periodística y publicística fue otra de las grandes facetas de la actividad del Prof. Fontán. Tampoco le faltaban antecedentes familiares en el emergente campo de la comunicación: su padre, coronel del Arma de Ingenieros, había sido uno de los pioneros de la radiodifusión en España, fundador de Radio Sevilla y cofundador de la Cadena SER, que su hijo Eugenio dirigiría hasta que el hoy casi olvidado don Jesús del Gran Poder, con la ayuda notoria de fontaneros y poceros de la Moncloa de entonces, se alzó con el santo y la limosna. A decir verdad, no era la primera vez que las empresas radiofónicas de los Fontán suscitaban la codicia ajena: ya muchos años antes, recién terminada la Guerra Civil, Fontán senior hubo de vérselas con un joven jerarca de la omnipresente Prensa y Radio del Movimiento que no parecía dispuesto a admitir que en el Nuevo Estado hubiera emisoras privadas; pero por entonces un coronel de Ingenieros todavía podía poner en su sitio a un intruso se había pasado la guerra emboscado en las covachuelas de Burgos mientras sus iguales se mataban en el frente.
De la carrera periodística de Antonio Fontán, desde La Actualidad Española y el Nuestro Tiempo de los años cincuenta hasta la venturosa aventura del diario Madrid, y la más reciente de su Nueva Revista, han hablado y escrito, y aún habrán de hacerlo, muchos otros con mayor conocimiento de causa; pero al respecto del episodio del Madrid, tengo un recuerdo muy personal. Al día siguiente del cierre del periódico, decretado por Alfredo Sánchez Bella siguiendo instrucciones de Carrero Blanco y, en última instancia, del que todos sabemos, en el mes de difuntos de 1971, me personé en el local del periódico, que ya estaba tomado por los mismos grises —¡pobres hombres!— que justo cuatro años antes, y siendo ya profesor universitario,
me habían propinado una buena paliza por haberlos increpado mientras aporreaban a un grupo de viajeros de un autobús que, procedente de Puerta de Hierro, cruzaba por la Ciudad Universitaria durante una de las consabidas tanganas de aquellos tiempos; y es que entre los aporreados —no sé con qué pretexto— estaba un muchacho que iba apoyado en un par de muletas. Sin embargo, en mi visita al agonizante Madrid se me franqueó el paso sin dificultades, y pude hacerle presente a don Antonio lo que en tales circunstancia le haría presente cualquier buen amigo, no sin darle cuenta de cierto estremecimiento que me había producido la necesidad de llegar hasta su despacho entre mis viejos conocidos los grises; anécdota que dio lugar a que más adelante él me gastara alguna que otra broma, cordial como todas las suyas, pues el asunto tenía más de cómico que de trágico.
El lector que también sea filólogo tendría razón si me objetara que hasta aquí poco he hablado de la dimensión filológica de la figura de Antonio Fontán. Algo dije ya sobre ella en la presentación del volumen HVMANITAS (Madrid, ed. Gredos), que en 1992 escribimos y editamos sus compañeros, discípulos y amigos; y algo más dijo el decano de sus discípulos, el Prof. Agustín López Kindler, en el artículo “Un humanismo atrayente” que lo abre y en la “Bibliografía” que sigue al mismo, a la cual me remito. Pero,
refiriéndome a tiempos más cercanos, y como dije en público no hace mucho, “don Antonio no dejaba descansar a sus amigos”: pues continuamente nos sorprendía y nos interpelaba con nuevas páginas, como sus deliciosas Strenæ navideñas, y nuevos volúmenes, como el excelente y reciente de Príncipes y Humanistas (Madrid, Marcial Pons, 2008), que tuve el honor de presentar. Agradeciéndome mis sinceras palabras de entonces, don Antonio me escribía, en la que tal vez fue su última carta para mí: “Uno, a veces, oye a los amigos decir cosas de lo que uno es y de lo que ha hecho. Pero casi siempre siente envidia de ese personaje del que estáis hablando; porque es lo que a uno le hubiera gustado ser”. Yo puedo asegurarle, don Antonio,
que para mí era, ha sido Vd. precisamente lo que otros amigos y yo dijimos entonces.
Ya para concluir, quiero dejar constancia de que en las muchas horas en las que a lo largo del último medio siglo he departido con don Antonio —y muchas de ellas a solas—, nunca lo vi airado, nunca le oí hablar mal de una persona (salvas las diferencias de opiniones, principios y conductas); nunca le oí palabra alguna susceptible de interpretarse como dictada por un resentimiento; y sí unas cuantas claramente encaminadas a restañar viejas heridas. Por eso su buen carácter era un tópico conversacional entre cuantos lo conocían; pero yo no quiero cargar las tintas en esa vertiente, porque suponer que todas esas manifestaciones de hombría de bien respondían a cualidades innatas (como son las del carácter), restaría posibilidades a otra interpretación que me parece más probable: la de que la suya era la conducta típica de una persona que todas las noches hace examen de conciencia, sana práctica que no sólo aconseja la tradicional doctrina cristiana, sino que también, y desde antes, aconsejaba Séneca, buen amigo del Prof. Fontán (y cuando digo lo del examen de conciencia, me apropio de una frase que le oí a él mismo cuando comentaba cierto ejemplo de decencia que acababa de dar un común colega).
Sobrada razón tendría don Antonio para añadir a sus postreras palabras, que ya hemos referido, aquellas otras que Lope de Vega puso en boca del que también fuera el primer marqués de su título, don Álvaro de Bazán: Rey servido y patria honrada/ dirán mejor quién he sido….; pero a muchos de sus amigos nos basta con las que dijo ofreciendo por nosotros sus últimas penalidades en este mundo que dejó sin pena.
José Luis MORALEJO

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