Viernes , 15-01-10
EN España hay muchos sedicentes liberales de apasionada vocación autoritaria, fanáticos banderizos aficionados a camuflar su intransigencia bajo la ancha etiqueta del liberalismo. Ser de veras liberal en este país de facciosos exaltados resulta a menudo un ingrato ejercicio de conciencia que conduce a la melancolía o al escepticismo, cuando no al linchamiento simultáneo por parte de los dos bandos cuyo agrio enfrentamiento secular convierte nuestra historia en un duelo de cernudianos caínes sempiternos. Aquí sólo respetamos las ideas ajenas cuando hemos asegurado el predominio de las propias, y a lo más que llega el pluralismo es a perdonarle al adversario el garrotazo a que su otredad lo hace acreedor de oficio.
Antonio Fontán era un liberal auténtico que consagró su vida a la difícil construcción de un marco de libertades reales, con especial coraje cuando eso era un ensueño de ilustrados que te podía costar el cierre y la voladura de un periódico, cuando muchos presuntos demócratas se ponían de perfil para que no los retratase la policía del franquismo. Su espíritu de apertura no era una posición táctica para medrar en el arribismo sino el fruto de una honda convicción moral y de un fuerte compromiso de conciencia, ése que según Kapuzcinsky ha de presidir la determinación de todo buen periodista. Maestro del periodismo y de la Universidad -en una época en que la palabra maestro aún tenía sentido-, se involucró en la política con la misma voluntad de activismo con que los patricios romanos dejaban el arado para servir a la república, y la dejó con idéntico desprendimiento intelectual sin agarrarse a las vanidades de la nomenclatura. La legislatura del Senado constituyente que presidió fue, por cierto, la única en que esa Cámara ha servido para algo.
Pero sobre todo el suyo fue un verdadero ejemplo de respeto a la pluralidad. Sostuvo con firmeza y lucidez sus nada difusas ideas -era monárquico, conservador, católico y del Opus Dei- desde el convencimiento esencial de que lo que les daba fuerza era la posibilidad de contrastarlas con las de sus oponentes. Pertenecía a una generación que por haber vivido la dictadura tenía un arraigado concepto del valor de la libertad; ese talante de moderación y diálogo, de patriótica complementariedad sin dogmatismos, fue lo que hizo posible el pacto fundacional de la Transición, el gran acuerdo de reconciliación y tolerancia que ahora los displicentes adanistas posmodernos descalifican como un alicorto fruto del miedo a los fusiles del tardofranquismo. Un país que se respetase a sí mismo honraría a esos padres fundadores como héroes civiles de la democracia, pero esta España de enconos tan ignorantes como fratricidas se permite despreciar la grandeza de su legado y apenas los contempla como ingenuas reliquias trasnochadas de un tiempo vencido.
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